Por: Caren Adriana Castro
El miedo a la protesta, a la democracia que por estos días se ha tomado las calles de Colombia, ha dejado al desnudo el ADN de un Estado militarista que, ante el estallido social sin precedentes en el país, ha pretendido “recuperar el orden” a sangre y fuego bajo el eufemismo de “asistencia militar”.
Las consecuencias de esa exacerbada violencia militar y policial en las calles no podrían ser más lamentables y hacen recordar las peores épocas de las dictaduras de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay.
A 18 días de Paro, según el boletín #12 de la Campaña Defender La Libertad es un Asunto de Todas, han sido asesinadas 49 personas, la mayoría presuntamente por el accionar de la fuerza pública, 578 han sido heridas en las manifestaciones, 379 desaparecidas, 1.460 detenidas y 12 allanamientos, muchos de ellos en procedimientos arbitrarios, y 87 violencias basadas en género, una de ellas derivó en el suicidio de una menor de edad en la ciudad de Popayán.
Por redes sociales, el mundo ha podido ver en tiempo real la brutalidad policial, la violación de los derechos humanos y la violencia estatal ejercida sin ningún tipo de legalidad, ni control, pues este gobierno acabó con el régimen de pesos y contrapesos, necesario en una democracia. Hoy los organismos de control están totalmente dominados por el poder Ejecutivo.
El uso de la violencia estatal como respuesta a la movilización social no es exclusividad del gobierno actual. Todos los gobiernos que le antecedieron han respondido de la misma forma ante uno de los ejercicios de participación por excelencia de la democracia: la movilización ciudadana.
Foto: Luisa Leyton, asesora estratégica CRPC
Esta trayectoria de represión ha acompañado la historia de los últimos 60 años, una historia marcada por crímenes de Estado cometidos bajo la sombra de la impunidad. Gobierno tras gobierno, ha visto con sospecha la protesta social, estigmatizándola, deslegitimándola y dándole un tratamiento de enemigo interno que debe ser enfrentado con toda la fuerza militar posible, el caso reciente de Cali, extendido ya a otras ciudades, así lo demuestra.
Desde la década de los 70´s, Colombia ha implementado la Doctrina de Seguridad Nacional, estrategia de lucha contrainsurgente que ha dejado como resultado un Estado profundamente militarizado e ideologizado que ha marcado el conjunto de las instituciones –entre ellos la Policía y Fuerzas Militares–, medios de comunicación y sectores de la sociedad civil que señalan como ideas insurgentes todas aquellas que hagan alusión a la defensa de los derechos y a la ampliación de la democracia.
De manera deliberada, este enfoque de seguridad nacional, que le ha quitado el ámbito de la seguridad al poder civil para trasladarla a los militares, no diferencia entre un conflicto amado y un conflicto social como el que vivimos desde el 28 de abril. Bajo este enfoque, no sólo la insurgencia es considerada “enemigo interno”. En esta etiqueta también cabe, entre otros, el moviendo social, partidos de izquierda, lideres, lideresas y personas defensoras de los derechos humanos, a quienes el Estado debe atacar o reprimir bajo el discurso de proteger las instituciones. Las reiteradas declaraciones por parte de los distintos gobiernos en contra del movimiento estudiantil, la minga indígena, el movimiento campesino y jóvenes manifestantes así lo demuestran.
Este tratamiento militar por parte del Estado a los reclamos legítimos de sectores de la sociedad que al no ser escuchados se vuelcan a las calles para exigir sus derechos y mejores condiciones de vida, viene socavando principios elementales de la democracia y el Estado social de Derecho, olvidando que la legitimidad de un Estado y de un régimen democrático se encuentra directamente relacionado con el irrestricto respeto de los derechos humanos por parte de sus instituciones, especialmente de su fuerza pública.
Foto: Andreas Hetzer, coperante internacional Pastoral Afro Cali
Resulta paradójico que el Estado colombiano que se ufana de ser la democracia mas antigua de América Latina sea a la vez la nación en la que más se asesinan líderes y lideresas sociales. Por ello la principal exigencia que hace hoy del movimiento social, es que el Estado garantice las condiciones para la protesta social y la exigibilidad de los derechos fundamentales.
Una sociedad que se dice democrática no puede permitir que se siga repitiendo los homicidios y las lesiones físicas, psicológicas y morales por parte de instituciones militares en el marco de las protestas sociales a razón de enfrentar el “vandalismo” ya que esta no es justificación ni legal, ni legítima para asesinar personas. Es necesario que tanto los gobiernos como las instituciones garanticen los derechos más básicos y fundamentales vinculados a un Estado Social de derecho y democrático: la vida, la integridad física y la protesta. Si estos derechos no se respetan y defienden de manera irrestricta, estaremos navegando hacia mares autoritarios.
Nota: Al cierre de este artículo, y frente a las peticiones de escucha y negociación por parte del comité del paro y diferentes organizaciones, personalidades y organismo internacionales, el presidente Iván Duque dio instrucciones a la fuerza pública de utilizar su “máxima capacidad” para despejar las vías. Esta es la última muestra de un gobierno que ante una crisis social responde con medidas militares.
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